El dentista
Leopoldo Barrionuevo leopoldo@amnet.co.cr | Sábado 05 abril, 2008
ELOGIOS
Leopoldo Barrionuevo
Los dentistas son una especie seminueva de profesionales, si tenemos en cuenta que hasta hace escasos siglos, eran barberos; tal vez esa sea la razón por la que hablan incansablemente en una sola vía, como los taxistas y los peluqueros, quienes eran los dentistas de otrora.
Un dentista es un locuaz conversador que llena los espacios vacíos inevitables que se producen toda vez que el paciente mantiene la boca abierta a fuerza de pinzas y otros chunches para conservar la boca seca, insalivada y es también un buceador del alma intentando comprender los temas de conversación que nos interesan para arremeter en medio de nuestro silencio que no se puede traducir ni en gestos.
Pero también es uno de los personajes temidos y hasta odiados de nuestra más tierna infancia, conmovidos como estábamos cada vez que lo veíamos esconder una jeringa de metal que nos amenazaba con el cuento “después no te va a doler”. Como la vida. Porque una cosa es sentir que el médico o el enfermero se aproximan por detrás para clavarnos una nalga sin que podamos verlo y otra muy distinta es abrir la boca para que te hieran sin defensa posible.
Por esa razón, ir al dentista se convertía en una tortura mental que intentábamos postergar hasta que el dolor y la hinchazón resultaban obligantes, momento que reconocía todo el barrio porque te ataban un pañuelo que se anudaba con un moñito en la cabeza mientras una de tus mejillas se inflaba cual si fuera la de Louis Armstrong interpretando la trompeta.
Tal vez sea cierto que en la prehistoria recurrían a una tenaza o a una piedra golpeando otra más fina para apearte una muela descuidada y más recientemente es posible que una muela amarrada a un mecate saltara arrastrada por un cerrar de puertas de la barbería, aunque me inclino a pensar que un alicate debió ser más útil para el dentista peluquero. En todo caso, los dentistas son también los arreglacalles, los tapabaches de la boca. Pero hay más: hasta hace poco realizaban tareas finqueras: alambraban la boca de las muchachas para embellecerlas, sin mayor fortuna.
Los dentistas eran más divertidos cuando no se los llamaba odontólogos y mi vecino Román resultaba más entretenido cuando era masajista y no kinesiólogo: en ambos casos el adjetivo que los une es que ambos son exageradamente locuaces, lo que los convierte —con los taxistas— en gente que habla sin detenerse cuando trabaja.
La boca es el lugar donde ejerce el dentista su profesión y su arma es el torno, complicado aparato supersónico que reemplazó al ruidoso armatoste del pasado, pero no te hagas ilusiones: ambos duelen lo mismo. Si se trata de estética se ejerce a través de la ortodoncia que como en el caso de la cirugía de siliconas, mejora los dientes, te brinda una blancura digna de un detergente y produce arrugas más visibles cuando te ríes; por suerte para muchas señoras que llevan varias cirugías, se les gastó la sonrisa de tanto estirar la cara.
Pero eso no es todo: existen los dentistas tangueros que no hablan, te hacen escuchar a Gardel mientras trabajan tu dentadura y tus puentes (¿no dije acaso que eran funcionarios de vialidad?) como es el caso de Fernando Tristán, el odontólogo cantor que dice que a sus pacientes Gardel los deja con la boca abierta. Pero lo cierto es que para que los trate bien le piden a menudo: Doctor ¿por qué no se canta “Mano a Mano”? y Tristán, más veloz que un rayo la emprende con los versos de Celedonio Flores.
¿Y a que no saben cuál es el equipo de fútbol predilecto de estos profesionales? Acertó, todos son de Boca.
www.leopoldobarrionuevo.com
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