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Don Jacinto y la muerte indigna

José Ernesto Picado Ovares info@partircondignidad.org | Jueves 12 noviembre, 2020

José Ernesto

Con alguna frecuencia me preguntan por qué denominamos “Partir con Dignidad” la fundación que creamos hace siete años para atender, más allá de lo que puede ofrecer la seguridad social, las necesidades de personas adultas mayores en condiciones vulnerables y con enfermedades terminales.

Me preguntan también qué quiero decir con “muerte indigna”, y me gustaría responderles con un solo caso, el de don Jacinto, una experiencia que se repite más a menudo que lo que debiéramos permitir los costarricenses.

Atendí a don Jacinto junto con el equipo de visita comunitaria del Hospital Nacional de Geriatría, donde trabajo hace 15 años como geriatra paliativista. Esta es la historia tal y como la recuerdo, y en la que solo he cambiado los nombres verdaderos:

Al llegar a un puente, nuestro chofer levantó una ceja como pidiendo permiso para ingresar al caserío de aquella zona compleja, en la que hay droga y violencia pero también mucha gente honrada y luchadora.

Todas las casas son humildes, pero más la de don Jacinto: un ranchito de paredes de tabla y techo de zinc.

Lo fuimos a visitar en su propio ambiente porque tenía un cáncer gástrico con lesiones en abdomen, pulmón y huesos.

Había salido de un hospital nacional al que ingresó por fractura de cadera. No se le operó porque tenía 90 años y una demencia que lo llevó a la inmovilidad y a estar en cama la mayor parte del día.

Vivía entre tablas con su hija Elena, de 45 años, y su nieta Anita, de 8. Tenían una cocina, una mesa pequeña y un solo cuarto. Al hablar, doña Elena lloraba desconsolada.

“Ya no aguanto, doctor… Me lo dieron lleno de llagas y no me dijeron nada. Le sale pus, huele muy mal… Se está pudriendo por dentro…

Yo trabajaba como doméstica pero tuve que renunciar porque no había nadie que lo cuidara. Mis hermanos dicen que, por ser la única mujer, yo lo tengo que cuidar… Me regañan porque las llagas no mejoran; se comprometieron a darme algo por mes y no han cumplido. A veces tengo que decidir si comprar pañales o comida…

Papá come muy poco y se quiere ahogar cada vez que lo alimento. Pasa toda la noche gritando de dolor… y grita cuando lo baño. Duerme en el catre, pero es muy incómodo bañarlo ahí.

Al día siguiente de que le dieron salida, pasó una noche terrible. Lo llevé entonces a emergencias, la ambulancia duró un montón. En la clínica me dijeron ‘Para qué lo trae. Es mejor que muera en la casa, le va a durar poco’.

Me lo llevé de nuevo a casa pensando que iba a estar mejor, pero no fue así. Siento desmayarme cuando le limpio las llagas. Cada vez las veo peor…”.

La psicología del equipo realizó intervención en crisis y el personal de enfermería curó las úlceras. Necesitaba una cama pues dormía en una tabla con un delgado colchón sobre bloques de concreto. El lugar realmente tenía mal olor debido a las úlceras infectadas.

Presentaba dolor importante durante la curación y estaba desorientado por lo que gritaba ante el mínimo estímulo. Estaba seminconsciente. Tenía abundantes secreciones y se le dificultaba respirar.

Era claro que iba a morir pronto. Se le atendió durante casi dos horas, mientras Anita, inocente, le mostraba sus juguetes a la psicóloga.

Intentamos sin éxito conseguir una cama, pues la red de cuido del área no tenía presupuesto y las organizaciones no gubernamentales a las que usualmente tenemos acceso no tenían pañales ni sustituto alimenticio.

Al poco tiempo, don Jacinto llega otra vez a emergencias porque la hija no pudo más. Hospitalizarlo no era lo mejor: “Cuando pude verlo estaba orinado y lo tuve que cambiar su mojada ropa en el pasillo… Me dicen que me lo van a dar, pero así no me lo puedo llevar…”.

Días después, a don Jacinto le dieron la salida. Pasó esa madrugada quejándose, ahogándose por las flemas y con fiebre alta.

Murió con dolor, indignamente, en su cama de tablas, acompañado por la hija que lloraba impotente y Anita dormida en la cama del lado.






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