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Cuando un amigo se va...

Alvaro Madrigal cuyameltica@yahoo.com | Jueves 04 agosto, 2011



De cal y de arena
Cuando un amigo se va…

Ni de cal ni de arena. Esta columna está cargada de dolor por la definitiva ausencia de quien me distinguió grandemente con su amistad, con sus consejos, con sus anécdotas, con su hospitalidad, con su generosidad, con su caballerosidad, con su impronta de honradez y de coraje.
Ese grande hombre, don Mario Echandi Jiménez, fue conmigo un padre, un amigo, un consejero que me regaló a lo largo de muchos años el calor de su hogar y la sabiduría de sus vastas experiencias políticas.
Por él y con él tuve acceso a ámbitos no siempre abiertos de los ajetreos políticos, conociendo cómo suelen acontecer ahí las cosas y tratando de aprender a interpretarlas y a analizarlas. En eso era un gran maestro; poseía una refinada intuición que proyectaba más y más su aguda inteligencia y sus innatas habilidades políticas.
Era un auténtico “animal político”. Y la mejor constatación de ello fue su vertiginoso ascenso a la Presidencia de la República, tras llegar como el único diputado propietario a la Asamblea Legislativa electo por el Partido Unión Nacional y destacar como uno de los grandes parlamentarios de la historia costarricense.
Su entrega al estudio de los problemas, su capacidad retentiva, su envidiable oratoria siempre directa, valiente y puntillosa, y su habilidad para sacar provecho de los errores en que reiteradamente caía la fracción oficialista que retenía dos tercios de las curules (el peor de todos fue el fallido proceso para declararlo traidor a la Patria) fueron labrándole la prominencia propia de los líderes.
Fue el catalizador de las dispersas bancadas del Partido Republicano Nacional y del Partido Demócrata, armazón integrada para la convención de 1957 que ganó y de su candidatura presidencial en 1958, a la que le dio determinante apoyo desde el exilio el Dr. Calderón Guardia.
Impredecible respaldo a diez años de la revolución, proceso en el que Echandi escribe el historiador Guillermo Villegas fue “excelente secretario general del Unión Nacional y pilar de la lucha contra el régimen”.
Don Mario acopia en su cuatrienio hechos y realizaciones de gran valor grabados en la universalización del seguro social, la creación del ITCO y del SNAA, el Plan Vial, la construcción de escuelas y el saneamiento de las finanzas públicas.
Yo hago hincapié en su empeño por restañar las heridas del ’48, de lo que son elocuentes la reconciliación con el “caldero-comunismo” y la composición de su gabinete, la integridad moral de su gestión ejemplar y contrastante con la Costa Rica de hoy y su irrenunciable respeto al orden jurídico.
Recuerdo cómo aquella semilla facilitó al tiempo su reencuentro con don José Figueres rememoro cuando él lo invitó “de a calleyo” a un homenaje de sus partidarios, le pidió total reserva en ello y le dijo con toda la ironía que el Viejo sabía usar: “¡Vas a ver la cara de esos carajos cuando nos vean entrar juntos, yo que les enseñé a odiarte!”, la elegancia con que manejó los casos de gente muy cercana a quienes debía sancionar, y la visita que a pocos días de expirar su mandato le hicieron los magistrados de la Corte Suprema de Justicia en reconocimiento a su absoluto y total apego al respeto de la Ley y a los deberes con la Patria. Entonces, el magistrado don Antonio Jiménez Arana su compañero en la Escuela de Derecho parafraseó: “Señor Presidente: usted no le ha fallado a la Patria. No tiene deudas con ella ni ella con usted. Don Mario: usted y la Patria están en paz”.
Imborrable en mi memoria ese Mario. Como el Mario de carne y hueso, el que conocí tan cercanamente en los hermosos refugios que tenía en su casa de habitación, en Cascajal de Coronado, en Puntarenas, en su isla de Costa de Pájaros, en El Coyol.
El del arroz y frijoles, papas fritas y chorizo de la carnicería de Miguel en San Isidro y otras pocas exquisiteces que le sabía preparar Socorro “mi hermana”, decía con orgullo, el whiskero de las largas jornadas con su JyB, queso colorado y jamón ibérico que igual acompañaba con frijoles destripados con tenedor eso sí, negros.
El invencible jugador de póquer, el gallero, el que se detenía en quién sabe cuántos comercios a renovar amistades con viejos conocidos de las zonas rurales, el que se desentendía de las presas que hacía mal parqueado para comprar pejibayes, el que compartía una gran vocación por el buen gusto en la decoración de sus espacios y en los bellísimos jardines de Cascajal con doña Olga De Benedictis, exquisita, elegante y culta dama. ¡Cómo disfruté de su honrosa amistad!

Alvaro Madrigal

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