CHISPORROTEOS
Alberto Cañas afcanas@intnet.co.cr | Miércoles 15 julio, 2009
CHISPORROTEOS
Antes de entrar en materia, quiero agradecer a mi buen amigo Guido Castro Guier, uno más de esos regalos que periódicamente me hace, y que siempre constituyen cosas que yo necesitaba, sin saber con frecuencia que las necesitaba, y que Guido adivina. Una vez más, gracias a mi buen amigo y a su conocimiento de lo que me gusta.
Ahora entro en materia, y es materia de aflicción. No puedo decir de cuándo venía mi amistad con Olga Espinach. Pero no recuerdo ninguna época de mi vida en que no la conociera. Su abuelo don Gordiano Fernández vivía casa de por medio con nosotros y su nieta, como decían entonces “se vivía” en mi casa, jugando con mi hermana que, como decían entonces, era “de una edad” con ella.
Desde entonces, como dije. La edad separó a aquellos niños que jugaban juntos, pero Olga y yo seguimos viviendo en la misma ciudad, transitando por las mismas calles, frecuentando los mismos parques, viviendo en fin simultáneamente, la vida normal de los muchachos de clase media en el San José en que nos criábamos.
Pero nuestro contacto adulto más duradero sobrevino allá por 1950, cuando ella abrió la Casa del Artista y yo era director de este periódico en que hoy sigo escribiendo. La Casa del Artista se había instalado —es de creer que por decisión del Ministerio de Educación, era el tiempo de la Administración Ulate— en un galerón que llamaban edificio anexo del Teatro Nacional, y LA REPUBLICA comenzó a publicar cosas acerca de ese experimento de educación artística que nacía. Claro, sin poder adivinar que sería la cuna de algunos de los más notables artistas que este país ha producido. Y todo por el empeño de Olga Espinach. Según recuerdo, a la Casa del Artista se iba a pintar, no a recibir lecciones. Las que por lecciones pasaban, eran individuales y se dirigían a cada aprendiz y en relación con cada obra que iba pintando.
En esa época, debe de haber sido en 1952, apareció por aquí aquel notable pintor italiano y notable personaje llamado Luccio Ranucci, que se interesó de primera entrada en dos cosas: en La Casa del Artista y en el periódico LA REPUBLICA. Se incorporó a la primera (más tarde también al segundo), y allí decidió que, además de artes plásticas, en la Casa del Artista se podía practicar otro arte; el arte teatral. A fe que fue él quien inició el teatro en Costa Rica que conocemos. Todavía lo de la UCR no pasaba de ser un deseo.
Diez años estuvo aquí Ranucci, casado pronto con Olga Espinach que siguió en la Casa del Artista mientras su marido pasaba al Teatro Universitario. Ya para entonces Olga hacía primeras armas de periodista cultural y se destacó pronto en ese terreno. Era una figura primordial del mundo de nuestra cultura. Y lo siguió siendo hasta su fallecimiento, ocurrido el sábado pasado, tanto desde la Casa del Artista, que pronto hay que bautizar oficialmente con su nombre, como desde el Colegio de Periodistas donde se ocupaba de organizar exposiciones y cosas artísticas. Debe de haber sido la decana del Colegio, que ahora, ante su lamentable desaparición, paso probablemente a serlo yo, que le envío desde aquí a su hija un beso de solidaridad.
Como estuve cerca de ella, y aun cuando no lo estaba me sentía siempre cerca de ella e identificado con sus ideales y sus concepciones sobre la cultura Patria, su muerte siento que me afecta, que me toca en lo personal, porque se ha ido, repito, algo que nació en nuestra primera infancia. Paz a sus restos y honor a su memoria.
afcanas@intnet.co.cr
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