Caer al vacío
| Lunes 27 agosto, 2007
Caer al vacío
En la vida están aquellas personas que ascienden en la escala personal y profesional a punta de esfuerzo y trabajo duro. Su mérito, preparación y sacrificio es el que los lleva a alcanzar la cumbre, o al menos, acercarse a ella.
Por cumbre, entiéndase el cumplimiento de anhelos, metas y sueños. Entiéndase también la necesidad imperiosa de ayudar, de ser solidario, de edificar, de prosperar, y en el proceso, apoyar a otros para que el éxito sea compartido.
Para esta administración, la cumbre es la convivencia democrática en la que mujeres y hombres prosperan bajo la sabia luz de la legalidad y el respeto mutuo. La cúspide es un camino lleno de peldaños para que los más pequeños y débiles de la sociedad también puedan acceder a una vida mejor.
Pero para otros, alcanzar la cima es una ruta ciega en que las cabezas del prójimo son el escalón para llegar a lo más alto. Su avance lo marca el ritmo violento, la discusión ensordecedora y el irrespeto a la voluntad de las mayorías. Esa es la lógica de quienes buscan en la inestabilidad de nuestras instituciones el mecanismo para hacer prevalecer sus ideas, su visión de mundo y sus intereses personales o gremiales.
Basta con mirar la mal llamada “estrategia” de los agitadores, esa, que tras mil cabezas, diluye su irresponsabilidad e irrespeto al estado de derecho y a la institucionalidad. Se dicen revolucionarios, pero en su torpe ascenso, anteponen el fin a los medios. Reclaman un cambio social, pero a un costo muy alto.
Su discurso incendiario llama a la calle. En su irracionalidad arrancan de los sagrados recintos de la democracia los principios de la representatividad y derecho a la toma de decisiones.
Cómo me recuerdan al niño que aleccionado por su madre incurre en el berrinche como único medio para hacerse valer. Esos, que se hacen llamar amantes de la democracia y del pueblo, en realidad son grupos voraces, que en su camino de ascenso, se pegan a una ubre maltrecha y casi seca que llaman Estado.
Suben un peldaño y llaman a la guerra, suben a otro y amenazan con las protestas, escalan otro centímetro y se adueñan de “la voluntad popular”. Si no que lo digan sus escaramuzas orquestadas desde sindicatos y grupos de izquierda reciclada y difundidas en panfletos y vídeos alienantes repartidos entre sus adeptos.
Pero si la vida y la democracia fueran un edificio y la inestabilidad que pretenden estos revolucionarios fuera el andamio para ascender hasta su cúspide, la meta final del ascenso no será más que la inevitable caída al vacío.
Si de algo sirven las protestas, que sea para hacer caer, finalmente, a quienes usaron como andamio la inestabilidad de la estructura más sólida: la democracia.
Ofelia Taitelbaum
Diputada PLN
En la vida están aquellas personas que ascienden en la escala personal y profesional a punta de esfuerzo y trabajo duro. Su mérito, preparación y sacrificio es el que los lleva a alcanzar la cumbre, o al menos, acercarse a ella.
Por cumbre, entiéndase el cumplimiento de anhelos, metas y sueños. Entiéndase también la necesidad imperiosa de ayudar, de ser solidario, de edificar, de prosperar, y en el proceso, apoyar a otros para que el éxito sea compartido.
Para esta administración, la cumbre es la convivencia democrática en la que mujeres y hombres prosperan bajo la sabia luz de la legalidad y el respeto mutuo. La cúspide es un camino lleno de peldaños para que los más pequeños y débiles de la sociedad también puedan acceder a una vida mejor.
Pero para otros, alcanzar la cima es una ruta ciega en que las cabezas del prójimo son el escalón para llegar a lo más alto. Su avance lo marca el ritmo violento, la discusión ensordecedora y el irrespeto a la voluntad de las mayorías. Esa es la lógica de quienes buscan en la inestabilidad de nuestras instituciones el mecanismo para hacer prevalecer sus ideas, su visión de mundo y sus intereses personales o gremiales.
Basta con mirar la mal llamada “estrategia” de los agitadores, esa, que tras mil cabezas, diluye su irresponsabilidad e irrespeto al estado de derecho y a la institucionalidad. Se dicen revolucionarios, pero en su torpe ascenso, anteponen el fin a los medios. Reclaman un cambio social, pero a un costo muy alto.
Su discurso incendiario llama a la calle. En su irracionalidad arrancan de los sagrados recintos de la democracia los principios de la representatividad y derecho a la toma de decisiones.
Cómo me recuerdan al niño que aleccionado por su madre incurre en el berrinche como único medio para hacerse valer. Esos, que se hacen llamar amantes de la democracia y del pueblo, en realidad son grupos voraces, que en su camino de ascenso, se pegan a una ubre maltrecha y casi seca que llaman Estado.
Suben un peldaño y llaman a la guerra, suben a otro y amenazan con las protestas, escalan otro centímetro y se adueñan de “la voluntad popular”. Si no que lo digan sus escaramuzas orquestadas desde sindicatos y grupos de izquierda reciclada y difundidas en panfletos y vídeos alienantes repartidos entre sus adeptos.
Pero si la vida y la democracia fueran un edificio y la inestabilidad que pretenden estos revolucionarios fuera el andamio para ascender hasta su cúspide, la meta final del ascenso no será más que la inevitable caída al vacío.
Si de algo sirven las protestas, que sea para hacer caer, finalmente, a quienes usaron como andamio la inestabilidad de la estructura más sólida: la democracia.
Ofelia Taitelbaum
Diputada PLN