Errar con hache
| Jueves 25 septiembre, 2014
Al que sabe y lo dice, al que se atreve a señalar el error, a ese hay que callarlo
Errar con hache
Durante mi formación profesional me correspondió defender desde tareas inocuas hasta algunos trabajos finales de graduación, mejor conocidos como tesis.
En no pocas ocasiones, entre los evaluadores, estaba esa persona que no sabía, no entendía, pero opinaba, cuestionaba y, lo peor del caso, decidía.
El primer impulso era decirle: “primero vaya a estudiar, luego vuelva y me pregunta”; pero de haberlo hecho, jamás me habría graduado.
También he visto evaluadores incapaces de darse cuenta de que les están metiendo gato por liebre, pero mantienen la firme convicción de jamás aceptarlo.
Este mismo problema lo tenemos en el mundo laboral y hasta en el gobierno, donde el que tiene el poder de decisión no sabe y lo embarcan, o se embarca solo. Mientras que los que sí sabían, no tienen más opción que morderse la lengua.
Desde juntas directivas y órganos decisorios similares, grandes jerarcas, hasta jefaturas de bajo perfil; en todos estos casos nos encontramos con personas (no todas, afortunadamente) a las que no les importan argumentos o explicaciones más allá de su entendimiento.
Están allí para mandar —y punto— y con una visión extraviada, extravían al resto.
Al que sabe y lo dice, al que se atreve a señalar el error, a ese hay que callarlo. Conocemos a muchos que saben que la decisión está errada (y a veces herrada) pero callan para evitarse problemas, o hasta la alaban, para ganar simpatías.
Del otro lado de la cancha están los que se aprovechan del que tiene poder y no sabe, tanto del que acepta su ignorancia como del que la niega.
Con cara de confiados expertos les dicen lo que es, lo que debería ser y hasta los convencen; personas que dicen saber lo que no saben para no perder oportunidades y terminan guiando a otros, con paso seguro, hacia un atolladero.
Vemos a empresas e instituciones pagar sumas millonarias a consultores, especialistas en “todología”, que entregan productos y planes de acción irrealizables o nefastos y, como no saben, terminan siguiéndolos hasta el abismo.
Al final, unos saben (normalmente sin ser escuchados) otros deciden sin saber, y otros se aprovechan de tal desorden.
Es la eterna escena del mecánico explicando cuál es la avería; en algunos casos tratando de aprovecharse del cliente, en otros donde este último asiente para no parecer tonto y en otros donde el mecánico está siendo honesto pero deciden ignorarlo.
Cuánto bien nos haría que el conductor fuera a la vez mecánico, es decir, que el que manda también sepa (aunque no ejecute), para que las decisiones fueran más razonables.
O al menos que tuviera la humildad de preguntar, encontrara voces honestas que le respondan y, lo más importante, les hiciera caso. Como dice el dicho: “el sabio duda y pregunta; el ignorante ya lo sabe todo”.
Rafael León Hernández
Psicólogo