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COLUMNISTAS


Trotando mundos

Humberto Pacheco humberto.pacheco@pachecocoto.com | Martes 20 noviembre, 2007


Maria Meneghini Callas llenó un espacio muy grande en la vida de quienes en mi época de joven amábamos la opera. Los había admiradores apasionados de Callas como mi padre, que afirmaba que era la mejor soprano del mundo, y los que testarudamente nos aferrábamos a que la mejor era Renata Tebaldi, empecinamiento que hoy comprendemos no fue sino un absurdo monumental de juventud para llevar la contraria.

Este año el Teatro alla Scala de Milán, adonde nuestro compatriota Gastón Fournier es director artístico, la está celebrando. El oír su canto en un cd que allí obtuvimos nos recordó su grandeza y superioridad. También nos sirvió la ocasión para recordar a otro gigante de una época ligeramente más reciente —Franco Corelli— posiblemente el tenor más grande de la historia. Con su impresionante estatura y físico y su enorme voz brilló por corto tiempo, pues se retiro muy temprano de las tablas porque nunca pudo conquistar el pánico escénico. Una verdadera pérdida para el bel canto pues tenía una poderosa voz natural de tenor dramático que alcanzaba las más difíciles notas, y la manejaba con la dulzura de un lírico.

Por mucho tiempo se rumoró que Corelli se había retirado a vivir en Alajuela, pero esto nunca lo pudimos documentar. Lo que sí sabemos es que murió en su pueblo en Italia sin el reconocimiento que le hicieron a Luciano Pavarotti, no obstante haber sido superior, lo que es mucho decir.

Tanto Callas como Corelli pertenecieron respectivamente a los extremos más antiguo y más reciente de un período grandioso de cantantes de ópera como el mundo no ha vuelto a escuchar. Allí Carlo Bergonzi; acá Guiseppe Di Stefano; más lejano Tito Gobbi; entre los dramáticos Mario del Monaco, el mejor Otello; desperdiciándose en Hollywood Mario Lanza. En el lado de las grandes sopranos, además de las dos citadas, entre otras Joan Sutherland y Martina Arroyo, así como Brigit Nielsen, la más grande Wagneriana, y más recientemente la maravillosa Monserrat Caballé.

Con Arroyo y Bergonzi asistimos a una inolvidable Aida en la Arena di Verona en la que sólo faltaron los elefantes. En un determinado momento sobrevoló un avión de Alitalia y Bergonzi comenzó a ralentar para no competir con éste, lo que no le permitió el director Francesco Molinari Prandelli. Tuvo entonces Bergonzi que sostener el agudo de Celeste Aida por un tiempo tan largo que dejó al público sin aliento y en el más absoluto silencio.

De este bello como inolvidable período me queda un programa de seda que valoro y el recuerdo de una maravillosa noche en que pude asistir, por una de esas cosas que la vida nos depara cuando menos lo esperamos, al centenario de Covent Garden. Esta fortuita ocasión de asistir al famosísimo teatro inglés para una noche irrepetible fue producto de la invitación que me formuló doña Margot Fontaine, a la sazón esposa del Embajador de Panamá en Londres y amiga de mi familia. Mis padres ya habían dejado Londres con el cambio de Gobierno y doña Margot, sabedora de mi pasión musical, me incluyó entre sus invitados.

Esa noche grandiosa el programa se dividió en tres partes: una de ópera inglesa, en la que sobresalió el tenor británico Jon Vickers; una de selecciones de ballet interpretadas por Fontaine, entonces la más grande bailarina de occidente y la única equiparable a las divas del Bolshoi; y una de selecciones de la opera italiana I Puritani de Bellini, que Callas revivió con rotundo éxito.

Cincuenta años después cierro los ojos y todavía me transporto a esa maravillosa noche.

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