Nota de Tano
Gaetano Pandolfo gpandolfo@larepublica.net | Jueves 29 abril, 2010

Dicen los que más saben que después del Mundial de Fútbol, la competencia futbolera de mayor relevancia es la famosa Champions.
Llevan razón; el fútbol en el ciclo olímpico no es apasionante; la Copa Libertadores no acapara ni la mitad del interés que despierta este torneo y tampoco el devaluado Mundial de Clubes, al que asisten, por razones meramente geográficas, unos equipos queques, meros postres de los tradicionales.
Cuando está en juego el pasaporte a una final de Champions, todo vale —lo moral, lo honesto, lo correcto—, desde luego. Todo lo que permite el reglamento, que para eso hay un árbitro.
Y desde luego, que el Inter no iba a dejar escapar el botín que pescó en Milán, cuando derrotó al mejor equipo del planeta, el Barcelona, con un marcador inusual: 3-1.
Desaprovechar esa ventaja en el Camp Nou, presentando un juego abierto y tras los recientes antecedentes, donde los discípulos de Pep Guardiola bailaron y arrasaron rivales con una contundencia ofensiva inapelable, era suicidarse.
José Mourinho no iba a meterse un balazo.
De nuevo se presentó el clásico de dos de las escuelas del fútbol que mayores títulos y honores han acaparado: la brasileña, representada por el Barcelona, con cinco títulos mundiales y la italiana, curiosamente representada por su campeón nacional, que no cuenta con futbolistas italianos como titulares y con cuatro copas del mundo en sus vitrinas.
Aquí, el universo se parte en dos, pero no en dos mitades, sino en dos sentimientos: un 70% o más de admiradores del vistoso balompié brasileño, metido en las piernas de los talentosos jugadores barcelonistas, que juegan a atacar, a ganar, a meter goles, a dar espectáculo, frente a una minoría de seguidores del fútbol calculador de los italianos, resultadista, efectivo, letal en el contraataque, que a ellos, igual los ha llenado de gloria y dividendos.
Ayer, ganó Italia (sin italianos) y perdió Brasil (los catalanes). El planteamiento táctico de Mourinho, que rayó en la perfección, sobre todo después de que se quedó con un hombre menos, limitó a los malabaristas del Barcelona a tres situaciones de apremio: un gol fuera de juego (como el de Milito en la ida); el remate espectacular de Messi, desviado magistralmente por Julio César y el gol que botó Bojan. Demasiado poco para aspirar a la final.
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